sábado, 25 de agosto de 2012

¡Déjà vu!


Los canales de distribución han ejercido siempre de grandes monopolios, aunque su tamaño apenas dé para cubrir la cabeza de un alfiler. Siempre lo han tenido fácil, no es por nada. Por su dimensión y posición pueden prometer el mundo si hace falta, a cambio de unas migajas del esfuerzo de quien cae en sus manos, para terminar agarrándole de aquel sitio si se deja.

Con el de prostituta, el de intermediario es el oficio más viejo del mundo, y si estiro el concepto, llegaría sin demasiado esfuerzo a pensar que es el más añejo de todos, porque no sé por qué, entre carne y carne siempre intuyo a alguien que supo tasar la oportunidad y el qué en una pieza de venado.

Dentro de casi todas las operaciones mercantiles, por no afirmar rotundamente que de su práctica totalidad, del distribuidor se quejan desde los agricultores hasta las editoriales, porque los de su estripe surgieron como un mal necesario y se ha convertido en auténticos señores feudales al convertir en proveedor al cliente natural, y en cliente final al destinatario, al minorista. Y lo han conseguido a lo largo y ancho de los siglos, porque la necesidad crea extrañas alianzas y en la frágil estructura que hace que a ambos lados de un tipo o una empresa que sólo maneja contactos, existan necesidades que sólo él o ella pueden resolver, aunque sea en apariencia, es lógico pensar que el intermediario o la intermediaria se hayan convertido en pieza clave del engranaje, en bisagra que decanta quién gobierna y quién triunfa, o en el peor de los casos, quién fracasa.

En base a la promesa de acceso a un tejido más o menos amplio del mercado, más o menos especializado, el intermediario atrae a miriadas de pequeñas iniciativas que creen ver en él el camino indispensable para asegurar su futuro y quién sabe si alcanzar el superventas, y traba contacto con su auténtico cliente y se convierte más tarde en quien reparte las cartas y quien impone los criterios del mercado, ya pasen éstos por asumir cincuenta mierdas para pasar por televisión a cambio de una película como Prometheus, o porque comprendamos que es lógico que un pepino le salga al ama de casa por un pico, cuando costó en origen una bagatela. Habiendo logrado convertirse en indispensable, el resto resulta tan fácil como lo que comentaba en el primer párrafo, y da comienzo el camino hacia la consolidazión de la distribuidora como proveedora cuando no deja de ser un cliente de los proveedores auténticos una vez usurpado su puesto...

Google es una distribuidora, no nos engañemos, un intermediario que prometió libertad plena a sus usuarios para conseguir el músculo necesario, incluso regalándoles cuentas de correo electrónico o espacios como Blogger u otros servicios, mientras contactaba con sus clientes objetivos y sacrosantos. Se ha hecho mayor y lleva tiempo pidiéndonos el teléfono móvil por aquello de la seguridad, sirviéndonos la Wikipedia como si fuese la Enciclopedia Británica o la Espasa, dándonos gato por liebre mientras extendía sus tentáculos en busca de caldo. Sabíamos de su filosofía y la tolerábamos a pesar de todo, pero gobierna la información que nos llega, y nos dice qué debemos ver y qué no, qué podemos oír y qué no, qué posibilidades tenemos y cuáles no están disponibles, y ahora acaba de anunciar que se pliega a los dictados de la Digital Millenium Copyright Act (DMCA) para servirnos en bandeja de plata sólo aquello que necesitamos, como si fuésemos recién nacidos o párvulos. 

¡Déjà vu!

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